¿Qué podría justificar la meritocracia (si algo pudiera hacerlo)?Debate principal: La Meritocracia: ¿un principio conservador o progresista?
La meritocracia es una de las ideas normativas que más pasiones despiertan y que más debate han generado en nuestro país durante el último año, siendo uno de sus principales detonantes el informe del Future Policy Lab publicado bajo el deliberadamente provocador rótulo de Derribando el dique de la meritocracia. La popularidad social y política de la idea, incluso en algunos ámbitos académicos, contrasta con el amplio consenso en la filosofía política rigurosa de las últimas décadas que no se toma nada en serio el “ideal meritocrático” como principio aceptable de justicia distributiva y de diseño institucional, generalizable en sociedades mínimamente complejas.
Un concepto vacíoEl Nobel de economía Amartya Sen lo resumía así en un texto seminal: “la idea de meritocracia puede tener muchas virtudes, pero la claridad no es una de ellas”. En efecto, lo que constituya o no un “mérito” a efectos de justicia distributiva puede ser, a priori, cualquier cosa, y, por esa razón, la “meritocracia” sin más es un ideal informativamente vacío. El debate real se encuentra en el lugar de donde nunca salió: en qué teoría de la justicia distributiva es más sólida. No todas ellas se basan en un patrón con la forma “a cada cual según su….” (rellene la línea de puntos con su “mérito” o combinación de “méritos” preferida): de hecho, las más aceptadas, como la familia de teorías liberales igualitaristas que parten de Rawls, no lo hacen en absoluto.
Para aplicar alguna “meritocracia”, por tanto, se requeriría un muy improbable acuerdo social sobre qué “méritos” deberían ser usados para asignar dotaciones de recursos, posiciones sociales y recompensas diferenciales. Cualquiera que haya estado en una comisión o tribunal de selección sabe lo complicado que es ponerse de acuerdo en los criterios de evaluación y su ponderación, pues el diablo está en los mínimos detalles, y eso incluso en contextos donde se presume un alto grado de consenso y un elevado componente “técnico” de las decisiones.
La “meritocracia”, por tanto, solo puede ser una herramienta instrumental para conseguir algo que previamente se ha considerado como “bueno”, pero, sin especificar y justificar ese algo, es un significante vacío que puede encubrir cualquier cosa.
Incluso definiciones vagas del ideal que apelan a conceptos como “el esfuerzo”, “el talento”, “la inteligencia” o incluso “la movilidad social” son completamente vacías si no se especifica el para qué se utilizarán o en qué se aplicarán tales rasgos individuales o sociales. Obsérvese la posible paradoja: si el objetivo valorado socialmente fuese la igualdad distributiva, entonces el mérito que habría que premiar sería el de fomentar distribuciones más igualitarias, con lo cual la idea misma de “recompensas” que reintroduzcan desigualdad quedaría cortocircuitada.
Un ideal intransitableEl segundo gran problema del ideal meritocrático se resume también fácilmente: en las versiones más “aceptables” sobre cómo concretarlo, es intransitable en términos de diseño institucional. No es ya que la meritocracia no exista en las sociedades conocidas (incluso las más justas y democráticas), como admiten incluso sus más acérrimos defensores; es que no puede existir, porque implementarla nos conduce a problemas sociales e informacionales irresolubles.
En primer lugar, incluso si pudiera llegarse a un consenso al respecto, los “méritos” relevantes no serían en muchísimos casos directamente observables, a riesgo de subvertir precisamente aquello que defienden la mayoría de los creyentes en la meritocracia: no puede tratarse de recompensar cosas observables como la pigmentación de la piel, la altura o la corpulencia física, sino cosas inobservables directamente como el esfuerzo, el talento o algunas cualidades personales y/o morales.
En segundo lugar, y en consecuencia, se debería establecer un sistema de indicadores indirectos o proxies que “estimasen” esos “méritos”, así como un sistema de ponderación para determinar qué peso tendría cada uno de ellos para qué tipo de recompensas o posiciones; en algunos casos, cuando se trate de tareas que requieren cualificaciones técnicas muy precisas, esto último puede ser relativamente fácil, pero quien intentase generalizar este método al conjunto de recompensas, posiciones y dotaciones sociales acabaría naufragando en un mar de inconsistencias (algo que ya vislumbraba Marx cuando defendía su propio criterio meritocrático de “a cada cual según su trabajo”, y a lo que se enfrentaría cualquier idea de atribuir “productividad marginal” a todas las personas físicas).
En tercer lugar, se deberían también determinar de manera no arbitraria las recompensas “justas” que correspondan a las diversas combinaciones de “méritos”, cada uno en su cantidad, que puedan demostrar los individuos en este “concurso”. Como hemos dicho antes, los académicos conocemos bien la historia: jugando con la baremación y la ponderación, y con diferentes interpretaciones de lo que “cuenta como” un “mérito” mayor que otro en cada criterio de evaluación, se puede llegar a resultados absolutamente dispares, que habitualmente solo pueden encontrar justificaciones ad hoc. Imaginen esto a escala societal.
Los problemas de implementar un sistema “meritocrático” a escala social a menudo acaban llevando a muchos defensores de la “meritocracia” a argumentos completamente circulares, que en lugar de determinar recompensas en base a “méritos”, atribuyen “méritos” ad hoc en base a las recompensas socialmente existentes. Incluso algunas teorías en ciencias sociales, como de la estratificación social de K. Davis y W.E. Moore, han caído en esta falacia funcionalista: las recompensas serían como son porque son las que aseguran la eficiencia en el logro de los objetivos socialmente valorados, y eso lo sabemos… porque en caso contrario no existirían esas recompensas (¡). Las investigaciones más recientes sobre estratificación, rentas de posición, jerarquías de estatus y ventajas sociales cumulativas (que muestran el clásico “efecto Mateo”: al que más tiene, más se le dará) han derruido sin remedio esas concepciones.
Resulta por todo ello curioso que, incluso estando de acuerdo en que una sociedad auténticamente meritocrática no ha existido nunca ni probablemente pueda existir, haya personas académicamente muy formadas que sigan defendiéndola normativamente, cuando no aplicarían esa lógica a otros principios similarmente impracticables de los que dirían que, por mucho atractivo teórico que puedan tener, su carácter utópico los hace indefendibles.
Hay sin embargo una defensa que llamaría cínica de esa falsa “meritocracia”, perfectamente ejemplificada en argumentaciones como la de Estefanía Molina en “El pijerío contra la meritocracia”: aunque todo lo anterior sea cierto, es mejor no decírselo a los injustamente tratados por ese sistema, porque entonces seguro que van a “esforzarse” menos; es mejor no decirle a los corredores que la carrera está trucada, porque entonces no correrán tanto como si creyeran que es justa, o dejarán de participar en la misma. En el fondo, no se trata sino de la enésima reproducción de la leyenda del Gran Inquisidor de Dostoievski: no le digas la verdad a la gente, porque no podrá soportarla, cuestionarán el orden establecido y sobrevendrá el caos. Un mantra conservador de todas las épocas.
Un ideal normativamente defectuosoPero la meritocracia se defiende a menudo no solo de forma instrumental, sino también normativa. Y, en este sentido, a los creyentes en este ideal puede importarles poco que ni exista ni pueda existir: pueden contraargumentar, y así lo hacen habitualmente, que a pesar de todo la sociedad debería ser todo lo meritocrática que fuese posible. Y no por motivos exclusivamente instrumentales (para lograr determinados objetivos socialmente valiosos), sino porque determinadas cualidades o acciones generan un “derecho” por el cual quienes poseen esas cualidades o ejecutan esas acciones “merecen” la recompensa que reciben. Nuevamente, eso nos remite a la determinación de cuáles son esas cualidades o acciones de modo justificable, concreto y observable.
Sin embargo, lo cierto es que una sociedad basada en la meritocracia tendría un aspecto bastante indeseable si pensamos con detenimiento en las consecuencias de la aplicación coherente de dicho ideal (al menos como es definido habitualmente, en términos de la ecuación del creador del término, Michael Young: mérito = esfuerzo + IQ). ¿Sería justo o equitativo recompensar y adscribir posiciones sociales en base a talentos naturales heredados por constitución genética? ¿Sería socialmente aceptable dejar de lado, estigmatizar y excluir de cualquier recompensa o recurso a quienes, por las razones que sean, no puedan reunir “méritos” suficientes tal y como hayan sido definidos socialmente? ¿Por qué son justas unas u otras recompensas, más allá de que se sostenga que son instrumentalmente adecuadas para lograr ciertos objetivos sociales? Incluso aunque esos objetivos pudieran ser consensuados y moralmente intachables, el enfoque basado en los incentivos al mérito es auto-contradictorio si se defiende como principio moral, porque presupone que la motivación del premiado es extrínseca: si el incentivo funciona, es precisamente porque la motivación no es intrínseca, y por tanto, no moralmente es “meritoria”.
Una mala teoría de la justicia distributivaQue la meritocracia así entendida no sea una buena teoría de la justicia distributiva, por supuesto, no implica que no hayan podido existir teorías y prácticas aun peores, como, por ejemplo, un principio de asignación por adscripción, como en sociedades de castas, estamentales, aristocráticas, patriarcales, o racistas. Sin embargo, los defensores de la meritocracia aducen la comparación con estas sociedades como si eso obligase a defender la meritocracia, so pena de estar convalidando alguno de esos principios. Eso es, obviamente, una falacia tan burda como la de pretender que si sostienes que el Estado del bienestar socialdemócrata es mejor que el capitalismo del laissez faire, entonces estás convalidando el feudalismo o el esclavismo.
Creo que es obvio para quien se siente a pensar todo esto cinco minutos que la meritocracia así entendida no es un principio de asignación y distribución generalizable en una sociedad compleja. Fuera de algunos contextos muy específicos, con un fuerte componente técnico, y con una evidencia rock-solid (que rara vez existe) sobre qué recompensas funcionan mejor para obtener los resultados socialmente buscados, un principio de diseño meritocrático fracasará estrepitosamente y acabará por encubrir otro tipo de prácticas de asignación y distribución completamente arbitrarias o que responden a otros criterios ocultos bajo una apariencia “meritocrática”.
https://espacio-publico.com/intervencion/que-podria-justificar-la-meritocracia-si-algo-pudiera-hacerlo