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PPCC: Pisitófilos Creditófagos. Veranito 2025 por tomasjos
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Autor Tema: PPCC: Pisitófilos Creditófagos. Veranito 2025  (Leído 408494 veces)

6 Usuarios y 28 Visitantes están viendo este tema.


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Re:PPCC: Pisitófilos Creditófagos. Veranito 2025
« Respuesta #3541 en: Ayer a las 21:31:37 »
https://www.pressreader.com/spain/el-economista/20250901/page/12/textview

Óscar Puente afirma que Ryanair elevará en 2026 su oferta en un millón de plazas


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Re:PPCC: Pisitófilos Creditófagos. Veranito 2025
« Respuesta #3545 en: Ayer a las 21:37:26 »
https://www.pressreader.com/spain/el-economista/20250901/page/22/textview

Galicia dará ayudas de 132.000 euros a viviendas dañadas por incendios


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Re:PPCC: Pisitófilos Creditófagos. Veranito 2025
« Respuesta #3547 en: Ayer a las 21:40:28 »
https://www.pressreader.com/spain/el-economista/20250901/page/24/textview

La justicia de EEUU dictamina que Trump no tiene derecho a imponer aranceles


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Re:PPCC: Pisitófilos Creditófagos. Veranito 2025
« Respuesta #3551 en: Ayer a las 21:48:44 »
Más de la mitad de las viviendas que se compran es como inversión para obtener una alta rentabilidad

La vivienda como negocio https://share.google/WFf8ZW5y7gBCwF3zE



La vivienda como negocio
Más de la mitad de las hipotecas firmadas no son de jóvenes que compran piso para emanciparse, sino de poseedores de vivienda que invierten en el mercado inmobiliario en busca de obtener una alta rentabilidad

Hemos conocido esta semana que el número de hipotecas constituidas para la adquisición de viviendas cerró el mes de junio con una subida del 31,7% respecto al mismo mes de 2024. Fueron 41.834 los préstamos firmados en el Estado, su mayor cifra en este mes desde el ejercicio 2022, según los datos difundidos por el Instituto Nacional de Estadística (INE). Si abrimos el abanico comparativo al primer semestre del año, se contabilizaron 243.257 préstamos concedidos para la compra de vivienda, lo que supone un incremento del 25% respecto al mismo periodo de 2024 y la cifra más abultada desde la primera mitad de 2011, cuando el mercado todavía vivía la resaca de la burbuja inmobiliaria que había estallado tres años antes.


Por comunidades, todas firmaron el pasado mes de junio más hipotecas sobre viviendas que en el mismo mes de 2024, salvo Navarra, que registró un puntual descenso del 0,7% tras encadenar decenas de meses al alza. En el lado de los ascensos, destacaron los avances interanuales de Aragón (+96,8%), Extremadura (+65,3%) y Cantabria (+63,3%), mientras que los más moderados se contabilizaron en Baleares (+12,5%), Madrid y Andalucía (+20,6% en ambos casos) y la CAV (+24%).

Los expertos consideran que este repunte generalizado entre enero y junio obedece fundamentalmente a la crisis de oferta del mercado residencial, que lleva aparejado el temor a que la disponibilidad mengüe y los precios sigan escalando; y la relajación de los tipos de interés, pese a que el euríbor cierra agosto con una tibia subida después de siete meses consecutivos de descensos. A todo esto hay que añadir el dato más preocupante de este dinámico mercado inmobiliario. Y es que más de la mitad de las hipotecas que se están firmando, desgraciadamente, están yendo a la burbuja de la inversión en alquiler turístico, según alertan desde la Asociación de Usuarios Financieros (Asufin).

Es decir, detrás de este aluvión de hipotecas no están jóvenes que adquieren pisos para emanciparse, sino un gran negocio de poseedores de una o varias propiedades inmobiliarias que invierten en este mercado en busca de obtener una alta rentabilidad a sus ahorros. Además, con sus compran tensionan todavía más el mercado, lo que lleva automáticamente a su encarecimiento tanto de la compra como del alquiler. Un drama.

« última modificación: Ayer a las 21:51:08 por tomasjos »
La función de los más capaces en una sociedad humana medianamente sana es cuidar y proteger a aquellos menos capaces, no aprovecharse de ellos.

Y a propósito del tema, sostengo firmemente que la Anglosfera debe ser destruida.

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Re:PPCC: Pisitófilos Creditófagos. Veranito 2025
« Respuesta #3553 en: Ayer a las 21:58:24 »
Citar
Americans Are Having Less Sex Than Ever
Posted by msmash on Monday September 01, 2025 @12:15PM from the times,-they-are-a-changin' dept.

Americans are having a record low amount of sex -- even less than they did during the Covid-19 pandemic -- according to a new study led by researchers at the Institute for Family Studies. WSJ:
Citar
This continues the downward shift in sexual activity that has been worrying sociologists and psychologists for decades. For the report, called "The Sex Recession," researchers at the IFS analyzed the data on sex and intimacy in the latest General Social Survey produced by NORC at the University of Chicago, which was collected in 2024 and released in May. They found that just 37% of people age 18-64 reported having sex at least once a week, down from 55% in 1990. The decline is even more striking for young adults: Almost a quarter of people age 18-29, or 24%, said they had not had sex in the past year; this is twice as many as in 2010.

Much has been written in recent years about the trend of young people having less sex, attributed to everything from stunted social skills to a rise in internet pornography. Yet the IFS study shows that the same trend holds true for people up to the age of 64, of all sexual orientations, both married and single. (After age 64, there was no significant change in the amount of sex people have, largely because this group reports having sex less frequently to begin with, the researchers said.)
Saludos.

P.D.



AbiertoPorDemolicion

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Re:PPCC: Pisitófilos Creditófagos. Veranito 2025
« Respuesta #3554 en: Ayer a las 22:22:41 »
No me gusta traer al foro escritos sin citar la fuente, pero es que en este caso no lo se. Me lo ha enviado un buen amigo por Whatsapp, y no me ha querido decir la fuente o el autor. Aún así, lo comparto con vosotros. El titulo es mio.

(si alguien reconoce la fuente, le agradecería si me lo dice)

Citar
ESTUPIDEZ ILUSTRADA

---

Vivimos tiempos donde opinar se ha vuelto un derecho absoluto, pero pensar una práctica en extinción. Las redes sociales han democratizado la palabra, pero también han amplificado la estupidez y no cualquier estupidez. Una estupidez políticamente activa, ideológica, militante. Una estupidez que cita a Hayek, a Rothbard o a Friedman como si fueran profetas de la libertad, mientras destruye todo lo que alguna vez hizo posible una vida más digna, justa o simplemente vivible para la mayoría.

Este video no busca burlarse de nadie ni hacer caricaturas fáciles. No, vamos a tomar la estupidez en serio, como hicieron antes que nosotros, pensadores como Erasmo, Espinoza, Schopenhauer, Bon Hoffer, Nietzsche o Carlos y [ __ ]. Porque la estupidez no es falta de inteligencia, es una forma de voluntad, una fuerza social, un dispositivo político.

La tesis es simple, pero incómoda. Cuando alguien defiende ciegamente ideas como el minarquismo, el anarcocapitalismo, el neoliberalismo o el libertarismo, creyendo que así protege su libertad individual, en realidad está militando su propia opresión, está borrando siglos de luchas colectivas, está traicionando los pactos que nos sacaron de la barbarie, está en suma, cometiendo un acto de estupidez histórica. Pero no es casual. Detrás de cada cruzada por menos estado hay una minoría con más poder, más dinero y menos escrúpulos, y delante un ejército de estúpidos funcionarios que creen estar siendo revolucionarios mientras le hacen el trabajo sucio a los de siempre.

Este texto es para ellos, para nosotros, para cualquiera que alguna vez haya confundido la libertad con el *sálvese quien pueda*. Y también para quienes siguen creyendo que pensar es un acto político y no un privilegio decorativo.

---

La estupidez parece fácil de identificar, pero difícil de definir. Todos creemos saber cuando alguien actúa como un estúpido, pero pocos nos hemos detenido a pensar qué es realmente la estupidez. Falta de inteligencia, de cultura, de lógica. ¿Es un error ocasional o una condición permanente? ¿Es un problema individual o una patología social?

Para entender la estupidez en su dimensión política, primero tenemos que entenderla como concepto filosófico e histórico. Y para eso vamos a revisar lo que nos dicen algunos de los pensadores que se atrevieron a tratar la estupidez con la seriedad que merece.

Erasmo en el siglo XV fue uno de los primeros en poner en palabras una intuición incómoda: la humanidad no está gobernada por la razón, sino por la necedad, el orgullo y el autoengaño. En *Elogio de la locura* describe cómo emperadores, clérigos, académicos y ciudadanos se dejan llevar por supersticiones, rituales vacíos y falsas certezas, convencidos de que hacen lo correcto. Erasmo no define la estupidez directamente, pero su sátira nos da una primera clave: la estupidez es la incapacidad de reconocerse como tal. El estúpido no sabe que lo es. De hecho, suele estar convencido de tener razón.

Un siglo más tarde, Espinoza va más allá. En su *Ética*, argumenta que los seres humanos no son racionales por naturaleza, sino que están sometidos a los afectos: miedo, odio, esperanza, envidia. Estas emociones, cuando no se comprenden, dominan nuestras acciones. Así, la estupidez aparece cuando el juicio se somete a la emoción sin comprensión, cuando decidimos y opinamos no porque algo sea cierto o útil, sino porque nos calma, nos enoja, nos excita o nos da sentido. Espinoza nos advierte que la verdadera libertad solo se alcanza al actuar con razón común, lo cual implica reconocer y desactivar los afectos que deforman el pensamiento.

Schopenhauer retoma esta idea y la radicaliza. Para él, la raíz de la estupidez no está en la ignorancia, sino en la voluntad: una fuerza ciega, irracional, que precede a la razón y la utiliza como instrumento. El ser humano, dice Schopenhauer, no piensa para descubrir la verdad, sino para justificar lo que ya desea. Así, la inteligencia no elimina la estupidez. Puede incluso reforzarla al convertir prejuicios y caprichos en argumentos aparentemente lógicos. La estupidez entonces no es la ausencia de razón, sino su subordinación a impulsos irracionales.

En la cárcel nazi, Bonhoffer hace una de las denuncias más potentes: contra la estupidez no hay defensa. Para él, la estupidez no es un defecto mental, sino una decisión ética que implica renunciar al pensamiento, entregar el juicio propio y obedecer sin cuestionar. El estúpido no duda, no reflexiona, no escucha. Se convierte en un instrumento, un amplificador de la ideología dominante. Y lo más peligroso es que el estúpido suele estar satisfecho consigo mismo. No sufre por su ignorancia. Muy por el contrario, la celebra. Bonhoffer veía en esta estupidez el caldo de cultivo perfecto para el totalitarismo.

Nietzsche rompe con la idea de que la estupidez es lo opuesto de la inteligencia. De hecho, sostiene que muchas personas inteligentes actúan de forma estúpida con frecuencia, usando su inteligencia para defender ideas absurdas o destructivas, siempre que confirmen sus creencias o refuercen su ego. Esto nos lleva a una conclusión inquietante: la estupidez no es un límite de la mente, sino una disfunción del pensamiento. Y lo que es más, es contagiosa, adictiva y funcional al poder.

En una sociedad hiperinformada, pero emocionalmente desbordada, la estupidez se vuelve una forma cómoda de pertenecer y sobrevivir. Nietzsche no habla directamente de la estupidez, pero sí de su resultado: el rebaño, el conformismo, la sumisión disfrazada de virtud. Para él, la mayoría de las personas prefieren obedecer a pensar, seguir valores heredados antes que crearlos. Esa comodidad espiritual, esa moral de esclavo, es el terreno fértil de la estupidez moderna: la obediencia ciega a un sistema revestido de idealismo individualista.

Entonces, ¿qué es la estupidez? Si nos basamos en las conclusiones de estos pensadores, podríamos definirla en un sentido amplio como una forma persistente de negación del pensamiento crítico, que muchas veces se disfraza de pensamiento crítico mismo. Es un pensamiento subordinado a la emoción, al deseo o al poder, que impide reconocer la realidad tal como es y conduce a actuar contra el interés colectivo e incluso contra el propio.

Parte de su peligrosidad reside en que quien actúa con estupidez no suele ser consciente de ello. Al contrario, suele sentirse informado, lúcido e incluso llamado a corregir lo que no se corresponde con su visión. Este fenómeno ha sido ampliamente descrito por el efecto Dunning-Kruger: a menor competencia, mayor confianza en uno mismo. Por eso la estupidez no siempre es elegida, pero sí es reforzada voluntariamente cuando se rechaza la autocrítica, el diálogo y la posibilidad de estar equivocado.

---

¿Quién podría estar en contra de la libertad? Suena noble, irrenunciable, vital, pero cuando esta se convierte en un concepto abstracto, desvinculado de la realidad histórica, económica y social que la hace posible, entonces deja de ser una aspiración democrática y se convierte en un instrumento ideológico al servicio del poder. Es ahí donde la estupidez política comienza a operar.

Una de las trampas más efectivas de la estupidez política es presentar ciertas ideas como producto de una reflexión personal, cuando en realidad son repeticiones automáticas de discursos prefabricados: ideas que simulan ser subversivas, pero que reproducen, sin saberlo, la lógica dominante del sistema que dicen cuestionar.

Por ejemplo, cuando alguien defiende la abolición del Estado, el fin de los impuestos, la privatización total de los servicios públicos o la libertad absoluta de mercado, suele creer que está ejerciendo su pensamiento crítico contra el autoritarismo o el estatismo opresor. Pero en realidad, lo que muchas veces está haciendo es proteger los intereses de quienes más se benefician de que el Estado no exista para proteger a los demás.

Las corrientes como el minarquismo, el libertarismo de derecha, el anarcocapitalismo o incluso ciertos liberalismos de mercado se venden como la máxima expresión de la autonomía individual. Prometen un mundo sin interferencias, donde cada quien es dueño de su destino, su propiedad y su éxito. Un mundo en el que el Estado es mínimo o inexistente y donde el mercado es el juez supremo de valor, mérito y justicia. Pero esto no es una idea nueva ni rebelde. Es en realidad el sueño más húmedo de las élites económicas desde hace siglos: que el Estado no se meta, no cobre impuestos, no regule sus negocios, no distribuya riqueza y no interfiera en sus privilegios heredados.

Presentar eso como un acto de libertad individual es simplemente una genialidad propagandística, y defenderlo ciegamente sin ver sus implicaciones históricas y sociales es un acto de estupidez política. La raíz latina de la palabra *estúpido*, *stupidus*, que viene del verbo *stupere*, significa quedarse paralizado, atónito. Y eso es exactamente lo que ocurre cuando alguien, frente a una realidad compleja como la desigualdad estructural, decide paralizar el pensamiento crítico en nombre de una fórmula simplista y mágica como *menos Estado, más libertad*.

Es una estupidez porque ignora el papel que las políticas públicas han tenido en construir derechos colectivos: salud, educación, infraestructura, protección laboral. Desprecia los logros históricos de la sociedad organizada: el fin de la esclavitud, el sufragio universal, la seguridad social, la alfabetización masiva. Y, sobre todo, defiende un modelo que solo funciona para quienes ya están en la cima, pero que condena a la mayoría a competir en desventaja perpetua.

El resultado es una masa de ciudadanos defendiendo, en nombre de su libertad, las condiciones que perpetúan su precariedad y su impotencia. Este fenómeno es un ejemplo del efecto Dunning-Kruger: a menor conocimiento del sistema, mayor seguridad en las soluciones mágicas. La estupidez política en este contexto se presenta como sabiduría alternativa. La persona no se siente desinformada, sino despierta. Cree que ha descubierto una verdad que los demás ignoran.

Frases como *"Los impuestos son robo"*, *"El Estado es el problema"* o *"Los pobres lo son porque quieren subsidios"* no son argumentos, son consignas identitarias, y eso es lo que las vuelve peligrosas. No apelan a la razón, sino a la emoción. No buscan justicia, sino una superioridad moral que les permita sentirse inteligentes sin entender el mundo.

El punto central es este: la defensa ciega de la libertad individual, desconectada del interés colectivo, termina erosionando las condiciones que hacen posible cualquier libertad real. Cuando se privatiza la salud, la educación, el transporte, la vivienda y la información, lo que se pierde no es el Estado, sino el acceso universal a lo básico. Y en su lugar se gana un sistema donde tu libertad depende enteramente de tu capacidad de pago.

Esa es la gran ironía: en nombre de la libertad, se acaba defendiendo un orden profundamente desigual y opresivo. El estúpido político no lucha contra el poder, lucha por el poder que lo oprime.

Una sociedad no se construye garantizando la libertad absoluta de cada individuo, sino equilibrando esa libertad con las condiciones comunes que la hacen sostenible: los servicios públicos, los derechos laborales, la justicia fiscal, la democracia deliberativa. Todo eso limita a los individuos en cierto sentido, pero para hacer posible una vida colectiva más libre, más digna y más justa.

Primero viene la civilización, luego la libertad, no al revés. Olvidar esa lección, despreciar ese proceso histórico y atacar toda forma de organización colectiva en nombre de una libertad vacía es una forma muy avanzada de estupidez disfrazada de pensamiento político.

Cuando la estupidez se convierte en ideología política, se vuelve funcional al poder. Y cuando esa ideología se presenta como libertad, la esclavitud ya no necesita cadenas, solo bastan unos cuantos millones de estúpidos convencidos.

---

Hasta aquí vimos qué es la estupidez y cómo ciertas ideologías contemporáneas, especialmente aquellas que se disfrazan de defensa de la libertad individual, se convierten en plataformas funcionales a su reproducción. Pero no basta con decir que la estupidez existe o circula. Hay que entender por qué persiste, quién la alimenta y para qué. Y la respuesta no está en la naturaleza humana ni en la genética, está en la estructura, en el sistema político, económico y cultural que necesita la estupidez para mantenerse intacto.

El pensamiento en sí no representa una amenaza para el poder. Lo que sí representa una amenaza es el pensamiento crítico, autónomo y colectivo. Por eso, a lo largo de la historia, las élites han invertido más energía en controlar la forma en que pensamos que en impedir que pensemos. Se nos permite e incluso se nos alienta a tener opiniones, mientras esas opiniones no cuestionen los cimientos del sistema.

Ahí es donde la estupidez política entra en escena. Es una forma de pensamiento vaciado de contenido crítico, pero lleno de seguridad, convicción y falsa profundidad. El poder no solo la tolera, la necesita.

La estupidez política no surge de la nada, se fabrica a gran escala y se hace con herramientas cada vez más sofisticadas: medios de comunicación que simplifican la realidad en relatos emocionales, dicotómicos, diseñados para indignar o reforzar prejuicios; redes sociales que premian la velocidad, la opinión sin contexto, el juicio inmediato y la polarización; algoritmos que refuerzan el sesgo de confirmación. Cada usuario recibe exactamente las ideas que lo hacen sentir inteligente sin jamás ser desafiado.

Y una cultura de consumo que transforma todo en producto, incluso la política, la ética o la historia. Así, el sujeto estúpido no es alguien desconectado, al contrario, es hiperconectado, sobreestimulado, constantemente expuesto a información, pero sin herramientas para digerirla críticamente.

Incluso la educación, lejos de ser un antídoto automático contra la estupidez, puede volverse parte del problema. Cuando el conocimiento se reduce a títulos, tecnicismos o citas de autoridad, se convierte en una nueva forma de estupidez ilustrada: gente que cree que sabe, pero que no entiende lo que dice ni cuestiona para qué sirve lo que repite.

Este es el primer nivel de estupidez ilustrada: la superficial, aquella que circula en redes sociales, programas de opinión, aulas universitarias o podcasts donde se repiten frases de Hayek, Popper o Mises como si fueran encantamientos mágicos, donde se enuncian teorías económicas sin contexto, se invocan principios de libertad sin historia y se confunde erudición con sabiduría.

Pero hay un nivel más perverso: el caso del estúpido ilustrado sofisticado, el que sí sabe lo que dice, el que ha leído a fondo a sus autores, el que construye discursos agudos y aparentemente racionales con datos, citas, ejemplos históricos y hasta estética argumentativa. No son ignorantes, no son improvisados, y por eso son peligrosos. Porque utilizan el conocimiento como arma, no para iluminar, sino para capturar el pensamiento crítico y ponerlo al servicio de una ideología regresiva.

Una ideología que defiende el individualismo radical, la desigualdad como orden natural, la deslegitimación de todo intento de transformación social y la demonización del Estado como si fuera el enemigo intrínseco de la libertad. En realidad, lo que hacen es fabricar estupidez de alta gama: racional, lógica en apariencia, pero fundada sobre falsos dilemas, omisiones históricas y premisas ideológicas disfrazadas de neutralidad intelectual.

Como advertía Nietzsche, lo que hace al sabio no es la inteligencia, sino el coraje de no traicionarla. Y como planteaba Erasmo, la necedad ilustrada es aún más peligrosa que la ignorancia bruta, porque cree tener razón. Por eso, la estupidez no siempre grita ni es grotesca. A veces se expresa con elegancia en conferencias, papers o entrevistas sobrias. Y el sistema, que sabe bien lo que hace, la premia, la difunde, la financia y la convierte en doctrina.

El sistema recompensa al estúpido funcional. Quien repite las ideas dominantes sin cuestionarlas, pero con aparente racionalidad, es premiado. Le dan un micrófono, una tribuna, una columna de opinión, lo invitan a debates, se convierte en influencer, formador de opinión, referente. Y no importa si miente o se equivoca: si es útil al orden, será amplificado.

En cambio, quien piensa críticamente y confronta los intereses del poder será ridiculizado, silenciado o convertido en caricatura. Esto crea un ecosistema en el que el pensamiento superficial, binario y alineado con la ideología dominante no solo se tolera, se celebra.

El objetivo del poder no es censurar ideas peligrosas, sino lograr que las ideas peligrosas no parezcan importantes. La estupidez estructural no impide que hables, impide que te escuchen o, peor, que te entiendan. Y así, la estupidez deja de ser un accidente para convertirse en una forma de organización política: una sociedad donde la información circula sin comprensión, donde las emociones reemplazan el análisis y donde la historia se olvida cada 24 horas.

Una sociedad que produce masas de ciudadanos convencidos, informados a medias, indignados por reflejo y perfectamente funcionales a los intereses que los oprimen. En resumen, el poder no necesita convencerte, ni educarte ni callarte. Solo necesita que pienses mal, rápido y solo. Y para eso, la estupidez no es un error, es un engranaje.

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La estupidez política no solo se expresa en la ignorancia, la rabia o el miedo, también puede vestirse de virtud, de inteligencia, de despertar. Ese es el caso de uno de los relatos más exitosos del presente: el culto a la libertad individual como núcleo de toda filosofía política y moral. Una idea que parece incuestionable, casi sagrada. ¿Quién podría estar en contra de la libertad? ¿Quién se atrevería a defender la intervención del Estado sin ser tildado de tirano, estatista o socialista trasnochado?

Pero el problema no está en la libertad, el problema está en el concepto empobrecido de libertad que nos vende el mercado como emancipación. Una libertad negativa, vaciada de sentido colectivo, despojada de historia, sin vínculos, sin comunidad, sin contexto. Una libertad entendida como consumir sin molestar, competir sin reglas y sobrevivir sin ayuda.

Toda persona mínimamente formada sabe que no hay libertad sin condiciones materiales que la hagan posible. No hay libertad para elegir si naces en la pobreza estructural. No hay libertad para pensar si trabajas 14 horas diarias. No hay libertad para emprender si la salud, la educación y la vivienda están privatizadas. No hay libertad real en un entorno donde todo se mercantiliza.

Y sin embargo, millones de personas defienden con vehemencia esa falsa idea de libertad como si fuera una verdad revelada. Lo que tenemos entonces no es pensamiento crítico, sino estupidez sofisticada al servicio del egoísmo: un discurso que suena rebelde, pero que fortalece el orden dominante; que se presenta como alternativa, pero neutraliza la verdadera emancipación.

¿Por qué es una forma de estupidez? Porque se trata de una negación activa del pensamiento histórico y filosófico que ha mostrado una y otra vez que la libertad nunca fue individual, sino una conquista colectiva. Fue la organización social la que permitió abolir la esclavitud, regular el trabajo infantil, crear sistemas públicos de salud, garantizar la educación gratuita, establecer normas ambientales, asegurar el voto y proteger derechos civiles.

Sin Estado, sin organización, sin comunidad, la libertad se vuelve privilegio. Y defender ese privilegio, como si fuera libertad universal, es, en términos políticos, una forma de estupidez. Bonhoffer lo habría entendido bien: el estúpido es incapaz de ver las contradicciones que lo oprimen.

El discurso libertario no libera al individuo, lo aísla. Y al aislarlo, lo vuelve impotente frente al poder económico, la manipulación mediática, la explotación laboral y la injusticia estructural. Cree que es libre, pero vive en competencia permanente, endeudado, precarizado y vigilado. Cree que el Estado es el enemigo, pero termina sirviendo a corporaciones privadas sin ningún control democrático.

Este individuo, orgulloso de su autonomía, es el sujeto ideal del capitalismo avanzado: no protesta, no coopera, no exige, no recuerda, no piensa en los otros. Se cree racional, pero es profundamente funcional al sistema. Y esa funcionalidad sin conciencia crítica es lo que hace de él un estúpido perfectamente adaptado.

En este modelo, la libertad se compra, y si no puedes pagarla, es porque no te esforzaste lo suficiente. Esa es la gran trampa del neoliberalismo: transformar las condiciones sociales en decisiones personales. *La pobreza es tu culpa. El fracaso es tu culpa. La precariedad es tu culpa.*

Y entonces, para no sentir culpa, para no sentirse fracasado, el individuo necesita creerse libre y repetir con orgullo vacío que *"el Estado es el problema"*, que *"los impuestos son un robo"*, que *"el mérito lo es todo"*. La estupidez así se convierte en una forma de autoestima defensiva, y el discurso libertario en un escudo ideológico para no ver la verdad más incómoda: que nadie se salva solo.

La paradoja es esta: cuanto más defiendes tu libertad individual por encima de todo, más fácil es que te vuelvas esclavo del sistema, porque renuncias al único poder real que tienes: el colectivo, la organización, la solidaridad, la construcción histórica de derechos.

Como escribió Espinoza, la verdadera libertad no es hacer lo que uno quiere, sino comprender por qué quiere lo que quiere. Y eso no se logra en soledad.

En resumen, el culto a la libertad individual es una forma moderna de estupidez: racional, argumentada, emocionalmente reconfortante y absolutamente funcional al poder.

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Si hasta aquí hemos mostrado que la estupidez política es útil al poder, que se disfraza de virtud y que se multiplica con cada decepción, ahora llegamos a su forma más peligrosa: cuando el sujeto actúa con orgullo contra sus propios intereses. Cuando la estupidez deja de ser ingenua y se vuelve militante, hablamos del sujeto que defiende con pasión la destrucción de todo aquello que garantiza su propio bienestar.

Del ciudadano que exige menos impuestos y menos Estado, mientras depende de servicios públicos para vivir. Del trabajador que vota contra sus derechos laborales. Del pobre que repite eslóganes de ricos, creyendo que eso lo acerca a ellos. Del estudiante que reniega de la educación gratuita. Del enfermo que condena la salud pública. Del joven precario que idolatra a multimillonarios como si fueran salvadores.

Carlo M. Cipolla, en su famosa *Teoría de la estupidez*, fue brutalmente claro: una persona estúpida es aquella que causa daño a otros sin obtener ningún beneficio, o incluso saliendo perjudicada. Es decir, no solo no gana nada, pierde, pero aún así insiste. Y lo más grave: cree que está ganando.

Este es el corazón de la estupidez política moderna: una lógica de autodaño celebrada como libertad, una destrucción del bien común vivida como despertar, una servidumbre voluntaria (como diría La Boétie) que se disfraza de rebelión.

La estupidez política no es solo un error teórico o un sesgo cognitivo, es una fuerza histórica regresiva. Es la acción organizada, emocional y muchas veces masiva de personas que destruyen las condiciones de posibilidad de su propia vida digna: privatizar el agua y luego no poder pagarla; defender el lucro de las farmacéuticas y después no acceder a medicamentos; desfinanciar la educación pública y luego quejarse de que los jóvenes no aprenden; pedir mano dura y terminar presos por protestar; despreciar el arte, la ciencia o la filosofía, y después preguntarse por qué todo parece tan estúpido.

Es la lógica del escorpión sobre la rana: *"Lo sé, y aún así lo haré, porque no puedo evitarlo"*. Pero aquí no hay naturaleza, hay ideología. Y lo que se ha instalado es la idea de que cualquier intento de organización colectiva es sospechoso, costoso, inútil o peligroso.

El gran triunfo del poder no es dominar por la fuerza, es lograr que los dominados repitan sus ideas con entusiasmo, que se vuelvan guardianes voluntarios del *statu quo*, que sean vigilantes de sus iguales y enemigos de toda forma de redistribución, comunidad o memoria histórica.

Y todo esto ocurre en nombre de una libertad que no tienen, una meritocracia que nunca les favorece, una igualdad de oportunidades que no existe, una justicia que nunca los incluye. Así, la estupidez política se convierte en el instrumento más perfecto de la dominación: no requiere represión, solo necesita resentimiento, frustración y un relato convincente.

Lo más grave es que este proceso no se detiene en el individuo, afecta al conjunto, porque cuando el estúpido político se impone, no solo se arruina a sí mismo: impide soluciones comunes, frena el avance de derechos, bloquea la acción coordinada, sabotea el futuro de todos.

La estupidez política es, por eso, una forma de entropía social: un empobrecimiento colectivo que se acelera con cada decisión errada disfrazada de racionalidad, libertad o eficiencia.

La estupidez política es cuando el sujeto se convierte en agente activo de su propia opresión, y al hacerlo, arrastra a los demás con él. No porque sea malvado ni necesariamente ignorante, sino porque cree estar haciendo lo correcto, porque ha sido convencido de que todo lo colectivo es una amenaza y todo lo individual una solución. Y así, defiende la soga que lo ahorca.

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La estupidez no es solo una carencia de inteligencia, ni una debilidad moral, ni una falta de educación. A estas alturas del análisis, entendemos que la estupidez en su forma política es una actitud, una disposición, una elección sostenida en el tiempo de no pensar, de no cuestionar, de repetir, de creerse libre mientras se sirve al poder.

Y eso la hace peligrosa, porque no solo bloquea el cambio, lo desacredita; porque no solo ignora la historia, la ridiculiza; y porque no solo empobrece el debate público, lo convierte en campo de batalla entre idiotas funcionales al orden que los explota.

Vimos que, desde Erasmo hasta Bonhoffer, desde Cipolla hasta Nietzsche, la estupidez ha sido pensada como una fuerza destructiva, muchas veces invisible, que habita incluso en los más cultos, los más ilustrados, los más convencidos.

Entendimos que puede presentarse con traje académico, con lenguaje técnico, con argumentos racionales que esconden intereses, prejuicios o traumas no resueltos. Y lo más importante: vimos que la estupidez política no es un problema individual, sino estructural, que se reproduce en contextos de desigualdad, de frustración, de abandono.

Y que la única forma de combatirla no es burlándose del estúpido, sino evitando ser uno más. Recuperar el pensamiento crítico, la conciencia histórica y la acción colectiva no es un capricho intelectual, es una urgencia política.

Porque si no pensamos, otros pensarán por nosotros. Y no lo harán para liberarnos, sino para administrarnos, para domesticarnos, para convertirnos en usuarios, consumidores, votantes útiles, súbditos disfrazados de individuos empoderados.

Pensar es, por tanto, un acto de responsabilidad, un deber ético. Y en tiempos de posverdad, algoritmos y discursos libertarios al servicio de los más poderosos, pensar colectivamente es un acto de resistencia.

Como decía Dietrich Bonhoffer desde su celda nazi: *"Contra la estupidez no hay defensa, ni la protesta ni la fuerza pueden hacer nada. La única manera de vencerla es la acción paciente, la educación lenta, la liberación del espíritu"*.

Ese es quizás nuestro deber: no burlarnos del estúpido, sino combatir las condiciones que lo producen y, sobre todo, no contribuir con nuestra pasividad, nuestro cinismo o nuestra arrogancia a seguir alimentando su poder.

El siglo XXI no necesita más expertos en libertad, necesita más gente libre. Y nadie es verdaderamente libre cuando no puede o no quiere pensar.

Por eso, y contra todos los discursos que disfrazan la sumisión de virtud, el deber de no ser estúpidos es hoy un acto de justicia.
Ceterum censeo Mierdridem esse delendam

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